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Una pandemia ha estallado, una que porta un nombre vinculado a la realeza, y todos nos hemos inclinado ante ella, pero no por respeto o devoción, sino por el miedo y el exceso de información. Apareció como un tsunami, con una fuerza mediática arrasadora que nos obsesiona, nos aterra y, aunque no sea mortífera al cien por ciento, sí se ha convertido en una enemiga terrorífica en nuestro imaginario.

Uruguay no ha tenido tragedias colectivas como terremotos, tsunamis u huracanes. Somos legos en esta materia, por tanto esta parece ser nuestra primera vez en un fenómeno de tal magnitud. El pánico y la incertidumbre se apoderaron de nosotros, dejándonos sin respuestas hasta ahora.

Las redes tomaron la delantera en el “tratamiento” e invadieron con recetas y con hashtags para ayudar a desangustiar. Cosas como organizarse en horarios, ordenar placares, leer, mirar series, terminar con antiguas tareas. etc. Todo para intentar evitar lo inevitable: la angustia que produce el efecto de lo real.

En el tiempo de los discursos higienistas que pretenden una especie de asepsia emocional, donde se anhela que la afectación no exista y donde la toxicidad siempre es del otro, el coronavirus viene como anillo al dedo.

Un intento pueril de resolver algo del pánico instalado, porque la realidad “objetiva” no prima sobre una mucho más importante: aquella llamada realidad psíquica o subjetiva, esa que creó un gigante terrible y mortífero llamado coronavirus, una versión de un Otro sin límites que se mete por todos lados, por los barrios, por las casas, por los cuerpo, convirtiéndonos en puro objeto de control.

La contracara del discurso higienista es la inhibición, aquella que aparece en todos nosotros, comilones voraces de toda la información que nos llega, pero con la imposibilidad aún de metabolizarla. Generamos una maquinaría, de la que somos parte, que atiborra de información en programas de televisión, en noticias en internet, pero también en grupos de WhatsApp donde los memes y las diferentes teorías del origen de este mal conviven en un caos armónico sin necesidad de verificar si esos contenidos tienen asidero o no, y la multiplicación de los pensamientos personales virtuales en torno a lo que hay que hacer o no hay que hacer en estos tiempos oscuros. Avasallados por una información en exceso que no da respiro para poder pensar en qué nos está pasando y en cómo resolverlo.

Nuestra vida diaria, aquellas rutinas como el trabajo, la vida social, las actividades culturales, las académicas, los casamientos, ha sido truncada. Hoy estamos silenciados e inhibidos por este real que detuvo al mundo, en todos sus ángulos. Sin embargo una vez más los artistas tomaron la delantera y organizaron conciertos desde sus casas, primero solos y después acompañados por su banda desde la virtualidad; también aparecieron otros, con menos nombre y convocatoria, que cantaron desde sus balcones, regalando conciertos barriales y entrañables. Y los vecinos se empezaron a conocer desde la lejanía. Los profesionales salieron al ruedo ofreciendo su experticia a aquellos que los necesitaban. Los médicos, enfermeras y personal de la salud comenzaron a ser aplaudidos y respetados como nunca por su labor heroica. Y la pandemia hizo un silencio a eso llamado la era del narcisismo y propició otra manera de ver el mundo. La pandemia trajo algunas cosas buenas, como la nostalgia del abrazo, el ansia de la caricia y el recuerdo de la ausencia. Y el tiempo volvió a ser tiempo aunque no sepamos bien aún qué hacer con él. Algo del Eros se coló por ese Thanatos avasallante y estridente que parece haberlo tomado todo. Pero aún en un resquicio, en una zona abisal algo del amor se escurrió entre las venas en forma de canción que se canta o se palmea en algún balcón.  Porque como dice Freud “pues allí donde el amor despierta, muere el yo, déspota y sombrío.”

En la clínica psicoanalítica observamos cómo este momento traumático resuena de distintas maneras en nosotros. Cada uno va a intentar enfrentarlo como pueda, es así que algunos van a ritualizarse aún más en sus manías diarias, otros se pondrán más evasivos en sus fobias, otros podrán delirar con teorías conspirativas, y algunos menos trasgredirán las medidas que se aconsejan.

No hay medida cuantificable para homogeneizar el impacto de las tragedias comunes y apocalípticas. Cada uno de nosotros hará lo que pueda con su propio virus, no el de la pandemia, sino el de la fantasmática singular, esa que agobia y que estas catástrofes no hacen más que potenciar.

Este virus pasará como tantos otros, pero lo que perdurará serán las consecuencias subjetivas que produjo. Lo más letal y contagioso de esta pandemia no es la transmisión del virus, sino la del miedo. Ese que se propaga por las redes, por la televisión, por la radio, pero también en forma de chiste o meme. El miedo angustiante con disfraz de virus mundial es fundamentalmente el temor a lo desconocido, a eso que nos saca del confort al que estamos acostumbrados (aunque pueda ser doloroso y sufriente).

Se trata, por tanto, de una emboscada fatal donde perdimos el lugar que teníamos en la queja de nuestra vida diaria.

Como pasa en las guerras, la cotidianidad de los sinsabores y de algunos placeres ha sido arrasada, dejándonos a merced de este gigante virulento que parece no tener medida ni freno, lo cual lo convierte en nuestro imaginario, con necesidad de respuestas inmediatas, en un rival invencible y mortífero donde todos somos inocentes y víctimas por igual. Porque no hay que desconocer que esta pandemia no tiene distinción social en el contagio.

Otro de los efectos colaterales que trajo esta peste fue la de la cuarentena obligatoria y como consecuencia, la disponibilidad del tiempo y del ocio de otra forma. Tenemos tiempo para hacer otras cosas, aquellas que siempre añorábamos. Sin embargo, algo que parecería del orden del placer se convirtió en pesadilla. Muchos se dieron cuenta de que no saben cómo vivir con este tiempo disponible y en familia. Una verdadera paradoja. █

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